Ya a Georges Sorel, el iracundo filósofo que clamaba contra la sociedad burguesa a principios del siglo XX, mezclando elementos del marxismo y del irracionalismo nietzscheano, le molestaba la mera palabrería revolucionaria. Él, en cambio, quería pasar a la acción verdaderamente revolucionaria y violenta, que veía encarnada en la huelga general de los trabajadores, destinada a petrificar de miedo a los burgueses y a renovar la energía violenta de los grandes capitalistas. Para todos los antidemócratas, el mayor enemigo es siempre la socialdemocracia, perfecta representante de la apatía de la sociedad de consumo.
Afortunadamente, a Sorel se le iba la olla. Touraine apuesta por la fusión de la izquierda con el centro liberal-reformista bajo la égida de Ségolène Royal. El mayor acierto de Royal, lejos del desprecio que aquí levanta por su vínculo con Zapatero, lejos también de sus meteduras de pata con el lenguaje y con China, ha estado en su ruptura con la cúpula de su partido. Es difícil que Royal renuncie a la palabrería revolucionaria que tanto anima desde hace décadas a los socialdemócratas; por lo que parece, también ella ha estado utilizándola en sus mítines con el propósito de movilizar a las masas apáticas que permitirían que ganase Sarkozy. Royal, sin embargo, se ha esforzado por marcar claras distancias con su partido, un partido muerto y petrificado pero del que todavía pudo surgir ella, lo que no es poco. No es poco que en un partido desesperado reaparezcan nuevos grupos, incluso aunque luego se revelen zapateriles. Parafraseando a los grandes futbolistas del mundo,
esa es la grandeza del furbo.
Pero cambiemos al furbo por la democracia y todos contentos, menos Sorel.
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