Los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido una vez. [...] Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria, marcha en el cortejo triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en tierra. Como suele ser costumbre, en el cortejo triunfal llevan consigo el botín. Se le designa como bienes de cultura.
(Walter Benjamin, "Tesis de filosofía de la historia", tesis 7)
Hoy he escuchado una conferencia interesante sobre Walter Benjamin y Simone Weil. El primero de ellos, Benjamin, era un judío alemán con una intensa vocación teológica que colaboró con el marxismo, dato que nos sirve para certificar que fue un pensador extraño y, además, interesado en la extrañeza. La cuestión es que la reflexión sobre Benjamin que he escuchado hoy ha servido para poner una serie de cosas de esas que llamamos políticas sobre la mesa: particularmente, si puede haber una teología política, y qué significado tiene o tendría ésta en cuanto al desafío del capitalismo.
En realidad, la esfera política de los derechos y la esfera moral de la autonomía son un producto del sistema de producción capitalista que se inaugura con los primeros desarrollos científicos que pueden considerarse "revolucionarios" a partir del siglo XIV. Esto, al menos, se nos ha dicho: no puede designarse dogmáticamente una independencia de la política liberal (de libertades fundamentales) y de la moral autónoma (de decisión racional sobre la propia vida), más allá de su vinculación con el mundo del trabajo, que impone una ley destinada a convertirnos a todos en esclavos. El razonamiento corresponde a Benjamin tanto como a Adorno y Horkheimer o, posteriormente, a Marcuse, todos ellos pensadores neomarxistas y a la vez separados del marxismo soviético. Esto significa que no podemos legitimar las conquistas de la modernidad (libertad, autonomía, bienestar) porque éstas se han producido gracias a un sistema fundamental y sistemáticamente esclavizante, opresor, asesino. Ahora somos libres, pero somos libres para el trabajo, que dicta las normas de lo privado y de lo público. Benjamin, en particular, detesta el progreso porque, como dice el texto que he colocado en el encabezamiento, el progreso es siempre la marcha del vencedor. Estas palabras habría que entenderlas en un sentido muy amplio y no simplemente crítico o utópico: todos somos vencedores porque somos hijos de vencedores, porque descendemos de las generaciones que vencieron. La victoria - que no es otra cosa que nuestra vida - surge como algo terrible: los vencedores pisotearon a los muertos, y nosotros, que somos vencedores, pisoteamos cada día más muertos.
Es en este punto en el que se vincula la política con la teología, pues es evidente que el progreso nos condena moralmente a todos, puesto que todos somos pecadores. El primero en decir esto fue uno de los principales enemigos de la modernidad, sólo que él era de derechas o reaccionario: Joseph de Maistre aseguró que no éramos inocentes y que seguramente merecíamos morir. ¿Qué política es la correcta - qué debo hacer, dijo Kant - si la acción victoriosa está contaminada por el crimen y engendra mortalidad y olvido? Benjamin escribe gran parte de sus tesis contra la socialdemocracia, por cierto. Los socialdemócratas aparecen, de nuevo, como los traidores de la humanización que perseguía el marxismo, precisamente por haber hecho política, lo que significa que colaboraron con los vencedores (el ejército, la policía, el Estado). ¿Qué significado tiene ahora la política, si ha de ser únicamente humanizadora en el sentido marxista? ¿Si ha de serlo, además, absoluta e instantáneamente?
Aquí se han producido divergencias de opinión, pero alguien ha dicho que la política revolucionaria de Benjamin es aún más fuerte y creíble cuando es teológica. La revolución es redentora, es el Mesías que llega en el momento inesperado y que abre la puerta para recibir a los muertos. No hay, pues, acción política como tal, únicamente la acción que espera la revolución sagrada, y que se lanza a provocarla con la claridad relampagueante que sólo tienen los convencidos y los entusiastas, aquellos contra los que precisamente lucharon tanto Spinoza como Locke. Cabe preguntarse si esa es la purga que debemos emprender los hijos de los vencendores - todos - cuando nos convertimos al materialismo histórico: los marginados, los oprimidos, los olvidados, son los grandes vengadores que harán la revolución, que quizá vendrán para matarnos o que quizá seremos nosotros cuando hayamos muerto, o al menos cuando hayamos sufrido lo suficiente. En cualquier caso, la revolución es una iluminación cegadora.
No pude menos que preguntarme, en ese momento, si eso que tanto anhelan los revolucionarios lectores de Benjamin no es eso mismo que hace una mujer palestina cuando se viste con bombas y se sube a un autobús cargado de judíos. Si eso es teología política. O si esa revolución que aún esperan es otra cosa que sólo los profetas entienden, que ha de traer, simultáneamente, la paz y la venganza.
1 comentario:
Tan sugerente como siempre.
Sin lecturas, formación ni rigor, son varias las simplezas que me vienen a la cabeza:
- A finales de los años treinta, Benjamin sólo podía ver confirmado su pesimismo histórico. No podría encontrar ni una triste refutación.
- El devenir histórico puede verse como un insensible proceso de selección natural (social y político) de los más favorecidos por el azar.
- Ante la observación de la injusta realidad, los más favorecidos suelen adoptar dos posturas: la (muy) mala conciencia o la (casi total) falta de ella, con reproches recíprocos. Creo que son dos extremos erróneos. Me parece claro que la solución está en el más preciso conocimiento (conciencia) posible del mundo y en un saludable deseo de cambiarlo pacíficamente, materializado, con nuestro esfuerzo, de la forma más inteligente y compasiva posible. (Mi vaga obviedad del día. Con tan buen propósito de enmienda, el perdón de mis pecados y la buena conciencia están garantizados).
Publicar un comentario