
Estos últimos días vivo, como se habrán dado cuenta, obcecada en la preparación de unas clases sobre Mill, que serán distintas a las que ya di en mayo pasado. Distintas porque se suponía que intentarían ser más serias y un símbolo de mi recién adquirido status social (Doctora), que impondría por sí solo autoridad y silencio en el aula. Todo este sueño se debilita, sin embargo, cuando compruebo el mar brumoso que se mueve pesadamente en mi cerebro al intentar organizar los contenidos de tres semanas y dedicarle, además, dos clases a la temida cuestión de la epistemología, que probablemente reduciré a solo una con la excusa del puente del Pilar.
¿Quién fue Mill? Fue el señor que aparece en esa foto, uno de los intelectuales más brillantes de la filosofía moderna y alguien a quien merece la pena leer hoy sin que a nadie se le caiga ni un trozo de la cara por la vergüenza. Este señor despreciaba los extremos, como Aristóteles; y a la vez deseaba enterarse de todo lo que se cocía por ahí y lo analizaba y lo medía hasta situarlo en donde él pensaba que correspondía (como Aristóteles también). Al contrario que Aristóteles, sin embargo, no expresaba un pensamiento demasiado sistemático e incluso a veces parecía que se contradecía: por ejemplo, pretendía ser liberal y a la vez medio socialista; defendía sin rubor las bondades de la democracia y a la vez criticaba duramente el nuevo credo igualitarista y sus consecuencias dogmáticas; despreciaba la mediocridad y a la vez defendía que en la medianía se podía ser feliz (lo que, según me permitiré recordar, constituye el fundamento ideológico del utilitarismo); defendía los derechos del individuo y a la vez reclamaba una justa distribución de la riqueza y una cierta unidad social.
Pero puede que nos preguntemos qué fue el utilitarismo. El utilitarismo fue un movimiento filosófico-político - como todos los movimientos ingleses, tuvo su lugar en la política y en la prensa, algo desconocido en Alemania (y a la vista están los resultados) - que defendía la utilidad no en el sentido de la conveniencia (hago esto porque me interesa) sino en el sentido de la felicidad (hago esto porque me hace feliz, pero la felicidad no tiene que ver solamente conmigo sino también con los que me rodean y, por ende (y en abstracto), con la humanidad entera). Mill se permitió decir algo que hoy en día sería un bofetón para aquellos que tanto se revuelcan en el pesimismo (corriente, además, muy influida por los apolíticos alemanes y que desgraciadamente se ha instalado en todo el continente):
En un mundo en el que hay tanto en lo que interesarse, tanto de lo que disfrutar y también tanto que enmendar y mejorar, todo aquel que posea esta moderada proporción de requisitos morales e intelectuales puede disfrutar de una existencia que puede calificarse de envidiable. (Mill, El utilitarismo).
Es decir, Mill se atrevió a decirnos a todos que, lejos de considerar que el mundo está hecho una mierda, vivíamos (algunos de nosotros, al menos) en un mundo feliz aunque susceptible de ser mejorado. En efecto, Mill habló de progreso, pero sin defenderlo a cualquier precio y sin caer en el burdo optimismo del futuro de un Comte o incluso de un Marx.
Pero Mill también dijo lo siguiente:
la tendencia general de las cosas a través del mundo es a hacer de la mediocridad el poder supremo en los hombres. (Mill, Sobre la libertad).
Lo cual, sin duda, daba la razón a los pesimistas que creían en la decadencia general del mundo.
¿Qué hizo Mill con todo esto? Escribió diversos libros, desde luego. Fue elegido para la Cámara de los Comunes y desde allí (además de en sus escritos) defendió el sufragio universal (pero con una representación proporcional a la educación, porque el señor Mill continuaba creyendo en el valor del conocimiento), el sufragio femenino y la igualdad absoluta de los sexos, la abolición de la esclavitud, la independencia de Irlanda, el control de la natalidad en la clase obrera, la educación y demás causas en las que creía.
Y, como conclusión, dijo: todo lo que aniquila la individualidad es despotismo.
Individualidad, no cultura: los derechos del individuo de cualquier cultura estaban por encima de todo, algo bien distinto de lo que se estaba ya diciendo en ese momento en Alemania.