jueves, 27 de noviembre de 2008

Aclaración sobre mi crítica a Almudena Grandes

Julián me ha pedido que aclare mi furibundo ataque a la Grandes, razón por la que he decidido hacerlo en una nueva entrada, ya que la primera era demasiado críptica. En primer lugar, reconozco no haber leído ninguna de sus novelas, pero no por falta de interés sino por falta de... eso, por falta. Sin embargo, Grandes fue invitada al simposio sobre "Memoria, narración y justicia" en calidad de literata y novelista, por cuanto su intervención vendría supuestamente a aclararnos la relación entre memoria e historia, y en particular entre memoria individual, memorias individuales (de donde quizá podríamos entresacar la memoria colectiva, como memoria de todos los españoles), e Historia escrita por los historiadores, documentada en eso que los historiadores llaman "archivo". El objetivo de la charla (es más, no sólo de la suya, de varias de las charlas de ese día) estaba, entonces, en iluminar el vínculo - tenso, pero necesario - entre los recuerdos del testigo (y de sus herederos, los nietos) y la recolección emprendida por el historiador, que escribe eso que se denomina, con un clarísimo desdén, "historia oficial": historia aceptada por el poder e historia aceptable por todos los oídos, o al menos por los que son cómplices con el poder o han heredado esa complicidad. Ese vínculo entre memoria e Historia es el único que puede hacer justicia a las víctimas. Y se pretende que esta misión la cumpla la literatura, frente a la Historia, puesto que nada mejor que la novela para recrear el punto de vista del testigo. Y esto, aparentemente, es lo que quiso hacer Almudena Grandes con la guerra civil española en su novela "El corazón helado".

Este es el punto de partida. Veamos ahora por qué se produce mi ataque, más bien mi indignación ante la intervención de Grandes. Por un lado, el panfleto es indigno no sólo porque el propagandista escribe mala literatura (eliminando la ironía y la ternura), sino porque distorsiona la verdad histórica - la de los hechos - en favor de una ideología que surte efecto en el presente. La misión del panfleto no está en iluminar los hechos dese el punto de vista del testigo, sino en movilizar a los nuevos combatientes, los de ahora (los nietos). En segundo lugar, porque el literato y novelista no puede ser "ideológico" ni "subjetivo" si realmente quiere hacer buena literatura; al contrario, tiene que darle carne a gente de todos los tipos y condiciones, gente que no es una mera proyección del novelista y gente que parece más que una idea en su cabeza. Ambas objeciones a la intervención de Grandes son secundarias: yo no he leído la novela, y ella afirmó no haber escrito un panfleto, además de que la cuestión "ideológica" y "subjetiva" es más bien de precisión lingüística y se podría arreglar leyendo la novela, más que escuchando su intervención.

Ahora bien, la tercera objeción es de calado, creo yo. No se puede reivindicar la memoria individual de todos los españoles acerca del episodio histórico de la guerra civil por medio de una reducción histórica del tipo siguiente: buenos contra malos, demócratas (buenos) contra fascistas (malos), de modo que la esperanza de hacer justicia se deposite exclusivamente en el reconocimiento de la maldad exclusiva de los malos. Es decir, en primer lugar, no se puede reconstruir literariamente la memoria ignorando el archivo de los historiadores, que nos enseña que había antidemócratas y asesinos en ambos bandos. Pero, en segundo lugar, un nieto no se puede arrogar la bondad de los abuelos y coger las armas contra aquellos con los que éstos lucharon. Un nieto no puede renunciar ni a hablar con sus abuelos ni a hablar con los abuelos de los otros; es decir, no puede renunciar a la verdad de lo que ocurrió en su país hace dos generaciones. La misión del historiador consistirá en documentarse y disciplinarse sólo en relación con la verdad (este bando ganó esta batalla en tal año, tales personas fueron ejecutadas en tal fecha por orden de este señor, etc.). La misión de cada ciudadano de este país, por contra, consistirá en estar informado acerca de los hallazgos de los historiadores, y en sentarse a hablar cada día con sus conciudadanos, que son hijos y nietos de aquellos que lucharon entre sí en la guerra civil. Y esto por una razón: porque no es igual de "oficial" la historia que se escribía durante la dictadura de Franco que la que se escribe en democracia, y porque precisamente en democracia no se puede renunciar a una discusión sobre los hechos.

Desde este punto de vista, la pretensión literaria de "reconstruir" el punto de vista del testigo con objeto de desmontar la "historia oficial" me parece, como mínimo, trivial. Y, como máximo, y a eso apuntaba en el título, me parece un intento de escribir una nueva historia oficial, tan propagandística y antidemocrática como aquélla que critica, con objeto de movilizar hoy a los lectores-votantes, nietos de bondadosos progresistas y de luchadores por la libertad o de asesinos y ladrones fascistas. Es decir, puro panfleto, escrito desde la convicción de que la literatura es más noble, más honesta, más honda que la realidad, simplemente porque puede dar voz a los verdaderos héroes, que ya ni siquiera están para decir nada o que quizá ni siquiera existieron.
Espero que esta vez todo haya quedado más claro.

La batalla de comunistas y católicos en torno al Cielo

Antonio Gramsci fue uno de los teóricos marxistas más importantes del siglo XX. Con este breve y grosero resumen de su papel intelectual (teoría, marxismo, siglo XX), no quiero hablarles de las ideas de Gramsci (algunas de ellas nada desdeñables, aunque discutibles) sino de un asunto muy de actualidad. Resulta que hoy nos dicen que Gramsci se confesó antes de morirse y besó una imagen del Niño. Lo dicen todos los periódicos, porque al parecer es una noticia importante, sobre la que cabe discutir mucho.
Lo más llamativo de todo esto no es, evidentemente, la insistencia del Vaticano en demostrar que los ateos marxistas, que tanto daño han hecho a la religión (o que tan buen servicio le han rendido, a la postre, en aquellos países en los que la prohibieron), finalmente se arrepienten y retornan a eso que se llama "la fe de su infancia". Es natural que un católico arda en deseos de comprobar que los insensatos no sólo se consumen en un esfuerzo inútil, sino que acaban por darse cuenta de ello a las puertas de la muerte, cuando saben que tienen que enfrentarse al juicio divino. Incluso puede decirse que, en algunos casos, se hace de buena fe; no queremos que nuestros seres queridos vayan al infierno, y ¿no es un héroe de nuestro tiempo, una figura relevante de la sociedad, una proyección de lo que hemos querido? Al menos lo es en algunos casos. Recordemos que Gramsci, además, pasó varios años en la cárcel en la añorada Italia de Mussolini, y murió poco después de salir en libertad, y tan joven.
Cosa distinta es el empeño de los compañeros de Gramsci en negar ese último acto de temor y temblor. Como si, al reconocerlo, las ideas y los argumentos de Gramsci sobre la sociedad y el poder se derrumbasen una a una, desmontadas no por los hechos sino por uno u otro crimen de conversión a la necesidad histórica. Gramsci se convirtió de vuelta al catolicismo y, acto seguido, no sirve nada: ¡horror! Finalmente, es cierto: ni a unos ni a otros les importa lo que dijo Gramsci sobre la sociedad o lo que hizo Gramsci en la sociedad de su época (la italiana de principios del siglo pasado), sino sólo aquello en lo que reculó ante la muerte, cuando su figura histórica acabó de perfilarse por completo y nos fue entregada calentita, lista para su manejo rápido por las masas de creyentes. Aquí tienen a Antonio Gramsci: comunista. Aquí tienen al nuevo Gramsci: hijo pródigo.

viernes, 21 de noviembre de 2008

La nueva historia oficial, o el soldado que se arma con la pluma

Hace un par de semanas, con ocasión de una charla sobre la enseñanza de Educación para la Ciudadanía en ESO, tuve la revelación de que seguimos viviendo en un país de beatos y anticlericales, donde, pese a mi carácter moderado y pacífico, tiendo más, inevitablemente, a situarme a veces junto a los que desearían quemar iglesias y romper ventanales. Sin embargo, ayer asistí, por razones que no vienen al caso, a un simposio sobre "Narración, memoria y justicia" en el que participaban la escritora Almudena Grandes y el estudioso de la literatura Alberto Sánchez Álvarez-Insúa, entre otros; y eso me hizo volver al redil de los de la Tercera España, esos que mueren asesinados en todas las guerras.
Al parecer, Grandes fue invitada al simposio no sólo en calidad de novelista y académica, sino porque ha escrito una novela sobre el tema que nos ocupaba, El corazón helado. En su intervención, la escritora se remitió a la gestación de su novela, a su encuentro con un tema que no era sólo personal (ah, aquí aparece la memoria individual) sino colectivo, de todos los españoles o de gran parte de ellos. Almudena Grandes se acordó de su madre y, a partir de su madre, de su abuela.
Dejo de lado la noción de "memoria colectiva" que, desde siempre, me ha sonado muy sospechosa y fantasmal, pero veamos lo que dijo Grandes sobre el asunto. En particular, Grandes defendió que "la memoria es lo que empieza cuando termina la Historia", es decir, cuando los testigos mueren y la Historia "oficial" ya está escrita, e intentamos reconstruir los recuerdos de los que estaban con nosotros. En su caracterización del propio trabajo novelístico, afirmó que el novelista no puede ser "neutral" ni "objetivo", aunque no llegó a explicar qué entiende por neutralidad y por objetividad; al contrario, definió su tarea como "subjetiva" e incluso como "ideológica", porque cada escritor lleva sus ideas al texto y mira la realidad con ellas. Tengan en cuenta que la pobre se encontraba en un nido de filósofos y otros científicos sociales y humanísticos condenados a desvariar eternamente sobre la objetividad de la ciencia y la multilateralidad de la verdad, así que precisar estos términos hubiera sido cosa necesaria, aunque quizá sospechosa. En ningún momento nombró Grandes la imparcialidad, ese invento (de Homero, dicen) con el que un día los vencedores dejaron hablar a los vencidos.
A pesar de que calificó la tarea novelística de ideológica, Almudena Grandes también dijo que no quería escribir un panfleto: "el panfleto es mal negocio", dijo, ya que elimina cosas con las que a los novelistas les gusta trabajar, como la ironía y la ternura. ¿Y la verdad? A Grandes se le olvidó que el panfleto es mala literatura y mala historiografía porque es propaganda, distorsión de la verdad destinada a hacer mercado o vanguardia. Puede que este sea el núcleo de mi disgusto: el disgusto, el empacho que provoca la verdad. Porque Almudena Grandes continuó su charla diciendo que "quien no se haya enterado todavía de quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos, no se lo vamos a explicar ahora": aquello (el 36) fue una guerra entre demócratas y fascistas, y todo el mundo sabe de qué lado está. Esa es la verdad, entonces: una guerra entre demócratas y fascistas, que ahora ya no nos vamos a poner a explicar. Almudena Grandes nos invitaba a renunciar al argumento y a la explicación, pero no en nombre de la verdad sino del bien; a fijar, por fin, una historia nuevamente "oficial" (ese neutro), pero esta vez de parte de la flexible, tierna, irónica literatura.