Yo nací en el Meditarráneo en 1976, el año de Nadia Comaneci. Aunque soy de diciembre, nunca me han gustado los juegos del invierno. Mi madre debió de emocionarse mucho viendo a la Comaneci lograr su perfect ten.
Sin embargo, mi gimnástico bautismo tuvo lugar en 1988, en Seúl, desde la tele gorda y fea de mi antigua casa. Allí caí rendida a los pies no sólo de Elena Shushunova y de Daniela Silivas, las dos rivales que venían del frío, sino de Svetlana Boginskaya, que tenía una mirada trágica y una plasticidad turbadora, o era quizá a la inversa. La cuestión es que Boginskaya no llegó a ser campeona olímpica, a pesar de que sus ejercicios en suelo estaban entre lo más cautivador que he llegado a ver sobre fondo azul.
Boginskaya volvió en Barcelona 92, con aquel extraño equipo unificado de la URSS en descomposición. Comenzaba el reino de las cheerleaders americanas y de los infantiles robots chinos, bajo cuya autoridad todavía nos encontramos cuando encendemos la tele en agosto, de madrugada. No sé por qué razón los totalitarios soviéticos y rumanos consiguieron llevar a sus gimnastas a aquellas alturas de belleza, pero luego nos dicen que la ética y la estética son lo mismo o que coinciden y yo no acabo de verlo por televisión: la precisión elegante era de las soviéticas y el ritmo desbordante de las rumanas, un combate de dibujos en el aire del que los actuales ejercicios de músculos y monerías - que las americanas han llevado a su máxima expresión peleando con las chinas - es únicamente un reflejo demacrado. El duelo de Silivas y Shushunova en Seúl no tiene igual ni ha vuelto a ser contemplado.
Aquí, la alegre Silivas en suelo: http://www.youtube.com/watch?v=mRQUx3V73zs
Aquí, la sobria espectacularidad de Shushunova, que ganó el oro: http://www.youtube.com/watch?v=mRQUx3V73zs
La victoria de Nastia Liukin ayer no puede emular las antiguas glorias de la gimnasia, pero se acerca. ¿No creen?