Aquellos que sostienen la legitimidad democrática de la igualdad legal y a la vez rechazan, por ilegítimo, el matrimonio homosexual, puede que sean descubiertos simplemente en una prueba de inconsistencia o de incoherencia democrática o bien puede que se trate de algo más. No me referiré al discurso contaminado por las creencias religiosas, que obviamente continúa creyendo en un vínculo entre el Estado y la Iglesia y en una forma cultural-religiosa como la "familia" tradicional que conforma eso que se llama el tejido social necesario para que haya vida, es decir, comunidad. Sobre esto podría entrar a discutirse en otro momento; y eso sin menospreciar al adversario, dependiendo de cuáles sean sus argumentos, claro está: sí diré que creo en la escrupulosa igualdad ante la ley, lo cual inevitablemente implica el matrimonio civil entre personas del mismo sexo, y si le quieren cambiar el nombre por otra cosa me parece bien siempre y cuando le cambien el nombre a todos los matrimonios no religiosos o civiles.
Son más bien aquellos que consideran la homosexualidad como una especie de transgresión mística del orden social los que me preocupan. Explicaré ahora por qué. Ellos querrían salvar, al modo de Bataille y de Foucault, ese salto del individuo contra la sociedad burguesa de valores morales raídos, contra la familia deplorable y motivo de asco individual. El homosexual sería así un transgresor, un ofensor, un violador voluntario de las normas sociales; un poeta de la calle, contra natura y contra la segunda naturaleza familiar, alguien que desafía con sus actos sexuales la moralidad natural y cultural adquirida y que se vuelve perverso, así como Foucault valoraba el sadomasoquismo. En este contexto interpretativo, darle derechos al homosexual es un modo de deslegitimar su rebelión contra la sociedad, de retirarle su aura demoníaca. No sólo se trata de concederle su derecho igualitario al matrimonio civil, que finalmente le condena a ser un miembro estéril de la sociedad, sino de otorgarle cualquier derecho: la situación ideal sería la persecución, como en Irán, porque solamente la persecución dispone al homosexual a aceptar su martirio contra las normas. Esta es la razón de fondo por la que tantos supuestos izquierdosos y liberales, incluyendo entre ellos a algunos homosexuales (el propio Foucault lo era), desprecien la conquista de derechos de la minoría homosexual.
Tras estos argumentos se oculpa un verdadero odio a la democracia y a los principios de libertad e igualdad. El homosexual rebelde se opone a la sociedad mediocre pero para esto necesita ser algo más que homosexual, necesita ser un poeta perseguido y a ser posible enfermo, violador y creador de normas, un Nietzsche y un Baudalaire. Lo que la sífilis hizo por unos, lo hace el SIDA por los otros. No se valora la homosexualidad per se (como mera elección de compañeros sexuales) sino como síntoma de una enfermedad que sitúa al individuo frente a la opresión de la sociedad. En oposición a esta actitud fervientemente antidemocrática y además claramente irracional, sólo hay dos opciones que considero justas y verdaderas: el respeto a la libertad del individuo por encima de todo, es decir a que cada individuo decida sobre sí mismo siempre y cuando no perjudique a los otros; y el respeto a la igualdad de derechos, que simplemente sitúa a los individuos en el mismo punto de partida legal para contraer matrimonio civil. Lo cual, indudablemente, supone que el matrimonio civil no se contrae en absoluto por las mismas razones por las que se contrae el matrimonio religioso.
[* Vigilar y castigar es una obra de Foucault en la que se cuestiona el papel opresor del poder social ("vigilar" a los individuos y "castigarles") y se concibe la cárcel como el epítome de la sociedad democrática moderna].