viernes, 28 de septiembre de 2007

Cada viernes me repito el nombre mágico

El pueblo birmano sigue revolviéndose en Myanmar. Esto, para todos los que aún se deleitan en lo revolucionario, es verdaderamente revolucionario.
Se puede conseguir información puntual sobre la revuelta birmana en este blog.

Desde que tengo quince años admiro a Aung San Su Kyi, que ganó las elecciones democráticas allá por 1990 y fue inmediatamente sometida a arrestro domiciliario. Ya mi padre y yo repetíamos su (para nosotros) extraño nombre como en una especie de ritual mágico de la democracia. Aung San Su Kyi, Aung San Su Kyi... pero esta vez sin exclamaciones, al contrario que con Stauffenberg.

Mientras tanto, en un país menos mágico llamado España, la televisión catalana ha vetado a Cristina Peri Rossi, excelente poeta peruana (si no me equivoco) que se expresa en español.

Hay una cosa segura y es que la democracia no tiene nada de mágico. Que se lo pregunten a los monjes budistas que caminan por la calle de Rangún (por cierto, Más allá de Rangún, de John Boorman, es una película a rescatar: Patricia Arquette era una turista norteamericana que se da de bruces con la situación política birmana), o a Cristina Peri Rossi mismamente. Que cosas tan desprovistas de mística y de purpurina.

jueves, 27 de septiembre de 2007

¡Stauffenberg, mi héroe!

Últimamente se habla mucho de Claus von Stauffenberg, coronel del ejército alemán que coordinó y llevó a cabo el atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944; y se habla porque el actor Tom Cruise está haciendo una película donde interpreta a su héroe y al héroe de muchos alemanes.
Mucho se ha criticado a Cruise por hacer esta película: pero no por hacerla, sino porque la hace él. Cruise pertenece a la Iglesia de la Cienciología, considerada como una secta en Alemania y otros países, y además es un ser digamos que antipático para gran parte de la población europea y norteamericana: destaca por hacer películas que dan mucho dinero (seamos francos, algunas buenas), por hacer propaganda de la cienciología, por atacar la psiquiatría en general y el tratamiento para la depresión post-parto en particular, por estar supuestamente en el armario gay mientras se lía con diversas actrices esplendorosas, por saltar en los cojines de un sillón gritando "estoy enamorado" en un famoso programa de entrevistas en la tele americana. Así que, debido a todos estos problemas del personaje Cruise, pero sobre todo al cienciólogo, las autoridades alemanas han prohibido que la película se ruede en diversos lugares históricos de Berlín. Y esto ha divertido mucho a las televisiones aquí en Europa.
Se habla mucho de Stauffenberg, el héroe en tiempos de oscuridad; el hijo ha dicho poco menos que la interpretación de Cruise mancilla su memoria. Esos tiempos de oscuridad se han convertido en otro de los tópicos que sirven para denotar toda una época histórica sin hacer mayores referencias: el nazismo, "tiempos de oscuridad". Hannah Arendt dedicó una obra a los Hombres en tiempos de oscuridad, pero desde luego no habló de Stauffenberg ni de nadie que ahora merezca mi atención (ahora, en esta entrada): los hombres de oscuridad eran filósofos y poetas y literatos que iluminaban su época. De Stauffenberg se nos dice que fue un héroe, y sin duda lo fue, según la memoria nacional alemana: al fin y al cabo se lo cargaron un día después de que el atentado fracasase; y a punto estuvo de eliminar a Hitler. Pero la historia y su versión más frívola, el periodismo, no debieran permitirse estos héroes: Stauffenberg organizó el fallido atentado menos de un año antes de que Alemania perdiera la guerra, es decir, cuando la guerra andaba ya perdida o perdiéndose tanto en el Este con los soviéticos como en el Oeste con los americanos; el régimen nazi llevaba once años en el poder y había dado tiempo a mucha, mucha barbaridad; también Stauffenberg había apoyado a los círculos antidemócratas durante la República de Weimar (perteneció nada más y nada menos que al club de los místicos del poeta Stefan George) y aplaudió la llegada de Hitler al poder, al percibir en ella la salvación de la cultura alemana de la falsa y perversa civilización occidental, democrática y liberal; dicen que se alejó del régimen después de la Kristallnacht o Noche de los Cristales Rotos, el boicot que en 1938 (antes de la guerra) se hizo contra los profesionales judíos, pero su rebelión no se produjo hasta 1944, seis años y muchos crímenes después.
Lejos de ser un héroe, Stauffenberg es un buen ejemplo de lo que hizo Hitler con el Ejército - una institución que empezó creyéndose independiente del canciller y que terminó haciéndole un voto de lealtad inquebrantable - y de aquello en lo que algunos miembros del Ejército no quisieron convertirse. Pero no hubo resistencia en Alemania ni Stauffenberg fue su héroe, para nuestra vergüenza.
Sin embargo, en el duelo Cruise/Stauffenberg, los periodistas ya han decidido su voto y tomado posiciones; y gritan lo mismo que el actor americano: ¡Stauffenberg, Stauffenberg!

martes, 25 de septiembre de 2007

Mill (y una) clases

Estos últimos días vivo, como se habrán dado cuenta, obcecada en la preparación de unas clases sobre Mill, que serán distintas a las que ya di en mayo pasado. Distintas porque se suponía que intentarían ser más serias y un símbolo de mi recién adquirido status social (Doctora), que impondría por sí solo autoridad y silencio en el aula. Todo este sueño se debilita, sin embargo, cuando compruebo el mar brumoso que se mueve pesadamente en mi cerebro al intentar organizar los contenidos de tres semanas y dedicarle, además, dos clases a la temida cuestión de la epistemología, que probablemente reduciré a solo una con la excusa del puente del Pilar.

¿Quién fue Mill? Fue el señor que aparece en esa foto, uno de los intelectuales más brillantes de la filosofía moderna y alguien a quien merece la pena leer hoy sin que a nadie se le caiga ni un trozo de la cara por la vergüenza. Este señor despreciaba los extremos, como Aristóteles; y a la vez deseaba enterarse de todo lo que se cocía por ahí y lo analizaba y lo medía hasta situarlo en donde él pensaba que correspondía (como Aristóteles también). Al contrario que Aristóteles, sin embargo, no expresaba un pensamiento demasiado sistemático e incluso a veces parecía que se contradecía: por ejemplo, pretendía ser liberal y a la vez medio socialista; defendía sin rubor las bondades de la democracia y a la vez criticaba duramente el nuevo credo igualitarista y sus consecuencias dogmáticas; despreciaba la mediocridad y a la vez defendía que en la medianía se podía ser feliz (lo que, según me permitiré recordar, constituye el fundamento ideológico del utilitarismo); defendía los derechos del individuo y a la vez reclamaba una justa distribución de la riqueza y una cierta unidad social.

Pero puede que nos preguntemos qué fue el utilitarismo. El utilitarismo fue un movimiento filosófico-político - como todos los movimientos ingleses, tuvo su lugar en la política y en la prensa, algo desconocido en Alemania (y a la vista están los resultados) - que defendía la utilidad no en el sentido de la conveniencia (hago esto porque me interesa) sino en el sentido de la felicidad (hago esto porque me hace feliz, pero la felicidad no tiene que ver solamente conmigo sino también con los que me rodean y, por ende (y en abstracto), con la humanidad entera). Mill se permitió decir algo que hoy en día sería un bofetón para aquellos que tanto se revuelcan en el pesimismo (corriente, además, muy influida por los apolíticos alemanes y que desgraciadamente se ha instalado en todo el continente):

En un mundo en el que hay tanto en lo que interesarse, tanto de lo que disfrutar y también tanto que enmendar y mejorar, todo aquel que posea esta moderada proporción de requisitos morales e intelectuales puede disfrutar de una existencia que puede calificarse de envidiable. (Mill, El utilitarismo).

Es decir, Mill se atrevió a decirnos a todos que, lejos de considerar que el mundo está hecho una mierda, vivíamos (algunos de nosotros, al menos) en un mundo feliz aunque susceptible de ser mejorado. En efecto, Mill habló de progreso, pero sin defenderlo a cualquier precio y sin caer en el burdo optimismo del futuro de un Comte o incluso de un Marx.

Pero Mill también dijo lo siguiente:
la tendencia general de las cosas a través del mundo es a hacer de la mediocridad el poder supremo en los hombres. (Mill, Sobre la libertad).

Lo cual, sin duda, daba la razón a los pesimistas que creían en la decadencia general del mundo.

¿Qué hizo Mill con todo esto? Escribió diversos libros, desde luego. Fue elegido para la Cámara de los Comunes y desde allí (además de en sus escritos) defendió el sufragio universal (pero con una representación proporcional a la educación, porque el señor Mill continuaba creyendo en el valor del conocimiento), el sufragio femenino y la igualdad absoluta de los sexos, la abolición de la esclavitud, la independencia de Irlanda, el control de la natalidad en la clase obrera, la educación y demás causas en las que creía.

Y, como conclusión, dijo: todo lo que aniquila la individualidad es despotismo.

Individualidad, no cultura: los derechos del individuo de cualquier cultura estaban por encima de todo, algo bien distinto de lo que se estaba ya diciendo en ese momento en Alemania.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Canto a las ruinas

Es sabido que Martin Heidegger, el nuevo sacerdote de mayor propagación en las aulas universitarias de filosofía, sostenía un inalterable amor por la provincia y el campesinado, que él concentraba en las aldeas de la Selva Negra y en especial en su pueblo natal, Messkirch. El pueblo es hoy un lugar de peregrinación para todos aquellos jóvenes exaltados ante la contemplación de la raíz del ser y del pensamiento verdadero, o al menos es su lugar soñado, del mismo modo que impúdicamente se deleitan en el nombre de resonancias míticas de Lou Andreas Salomé, la no-amante de Nietzsche. Para los alumnos, Nietzsche es una señal de paso de la adolescencia, una especie de sarampión; pero Heidegger es la entrada definitiva en el círculo de los iniciados, y ya sólo cabe orar y postrarse o salir corriendo, como fue más bien mi caso hasta que me empeñé - quién sabe si equivocadamente, dado el tiempo perdido - en estudiar a su feliz alumna Hannah Arendt.

Hacia el final de su vida, Heidegger no se limitó a defender la aldea alemana contra la ciudad enorme y desarraigada, como había hecho casi desde el principio; sino que le dio a este pensamiento un nuevo giro postmoderno en sintonía con el ecologismo y el multiculturalismo, al atreverse a defender a esas culturas primitivas a las que no habían llegado los coches, la luz eléctrica, el teléfono o la televisión. Frente a la destrucción operada por la técnica moderna y occidental - de la que Rusia y Estados Unidos encarnaban las tenazas, según dijo en Introducción a la metafísica (obra de 1936 reeditada en 1953, si no recuerdo mal) - aquellos pueblos que nosotros llamamos subdesarrollados se mantienen firmes respecto a lo que les es propio y de mayor raigambre. Cada uno debiera quedarse en su pequeña parcela de la tierra, cultivando patata y reparando las tejas del techo, como una forma propia de entrar en contacto con lo que de profundo tiene la existencia. Aunque Heidegger había defendido siempre que el alemán era el único pueblo metafísico - y que, por lo tanto, los otros pueblos le estaban históricamente subordinados - y que la cultura alemana era la única merecedora de tal nombre, no dejó escapar la oportunidad de adherirse a los nuevos principios ecológicos que quisieran salvar la naturaleza del terror del hombre, y con ella a esos pueblos naturales que hemos invadido y a los que algunos pretenden desarrollar. El ecologismo de Heidegger y de sus acólitos ataca, entonces, no sólo la opresión y la explotación de los primitivos y de los países pobres, sino que además, por lógica, reniega de cualquier ayuda de ésas que se ofrecen, tanto por las ONG como por las instituciones gubernamentales, y predica únicamente un cómodo aislamiento sólo concentrado en despreciar la técnica y lo que hoy llamamos "globalización" y una también cómoda estancia en nuestra propia aldea (para quien la tenga, que no es mi caso, ya que nací en la ciudad y que mi herencia se desperdiga por demasiados lugares).

Heidegger se preciaba de haber descubierto pueblos a los que no llegaba aún la luz eléctrica (les propongo leer El olvido de la razón, de Juan José Sebreli). Cuando me dirigía desde La Habana a Viñales en coche, este verano, atravesé carreteras llenas de baches a cuyos lados había casas de madera. Pregunté si eso era Viñales, pero Eris me dijo entre escandalizada y divertida que Viñales "era un poco mejor"; y, en efecto, en Viñales casi todas las casas son de cemento y tienen techo de placa (cemento y cabilla, que es hierro), que es el mejor techo para resistir los huracanes. Las cosas cambian cuando se sale de Viñales hacia los alrededores, porque allí se empieza a ver de nuevo la madera y los techos de teja o, incluso, de paja, si le toca a los menos favorecidos. Un día viajé al campo y hubo que alquilar otro coche americano de los cincuenta, que nos llevó hasta allí. Recorrimos la carretera que serpenteaba entre las montañas de Viñales y luego nos metimos por caminos de grava, hasta llegar a una casa que vivía de lo que allí se plantaba. A la vuelta, vimos más casas sin luz; Eris, uno de los emigrantes que se desplazaron desde lo que para ellos es familiar hacia lo extraño, en palabras de Heidegger, dijo que aquello le daba pena y que ella no podría vivir así, "¿te imaginas?" (añadió). En Viñales hace sólo un año que le dieron teléfono a todas las casas, ¡pero la luz!

No me da la sensación de que haya una sabiduría propia y recóndita en reparar un techo de paja, mayor de la que hay en reparar una placa o un enchufe o en cambiar una bombilla. Cuando se consigue dinero, se repara el techo o se cambia por uno mejor. Sí me da la sensación de que, en cuestiones de sentido común, Eris o cualquiera de aquellos cubanos que conducen un coche por las carreteras o cocinan un cerdo para ofrecérselo a los turistas o limpian la casa con un cubo lleno de agua y jabón o esperan la carta de invitación del país lejano y la entrevista con las autoridades, hay mayor sabiduría que la que hay en uno de esos textos del filósofo de Messkirch.

(La entrada aclarando más a Mill la dejo para mañana o pasado).

jueves, 20 de septiembre de 2007

Premio al blog solidario


Chiaroscuro me ha agraciado con un premio sin duda inmerecido y que me obliga además a superar mi pereza natural para seleccionar otros siete blogs que se lo merezcan tanto como el mío, dejándome disfrutar apenas durante un segundo de esta distinción sagrada. El criterio para la selección consiste en la solidaridad con aquellos que no se resignan a dejarse llevar por la corriente de estupidez que nos rodea y a veces asfixia.
Los siete blogs que he escogido son los siguientes:

Las reglas para este galardón (que estoy tratando de cumplir a rajatabla, pero quién sabe lo que pasará) son:
1.- Escribir un post mostrando el premio, citar el nombre del blog que te lo regala y enlazarlo al post que te nombra (de esta manera se podrá seguir la cadena)
2.- Elegir un mínimo de siete blogs que creas que se han destacado alguna vez por ayudar, apoyar y compartir. Poner sus nombres, enlazarlos y avisar.
3.- Opcional. Exhibir el premio con orgullo en tu blog haciendo enlace al blog que escribes sobre él y en el que lo otorgas a otros.

martes, 18 de septiembre de 2007

Zonas comunes en el suelo de los antidemócratas

Lo que ayer dije de Mill no estaba suficientemente claro ni siquiera en mi cabeza; razón por la que se escribió de modo tan intrincado.
Cuando Mill dice, de nuevo en su Autobiografía, que el nuevo credo va adquiriendo el mismo poder de coacción que durante tanto tiempo habían ejercido las creencias que ahora son por él suplantadas, expresa su temor por el mismo tipo de uniformidad social que ya detectó Tocqueville (a quien Mill, por supuesto, había leído) en las democracias modernas. Aquello de lo que Mill tiene miedo se encarna en las figuras de la sociedad y de la opinión pública, que pueden llegar a ahogar la expresión individual; esta es la razón por la que en Sobre la libertad Mill apuesta por las opiniones heréticas y por cualquier tipo de polémica, aunque esté errada respecto a la verdad. Los herejes y los provocadores contrarrestan el peso asfixiante del nuevo credo y con ello favorecen la libertad (y la verdad sólo puede buscarse en libertad, porque sólo la libertad impulsa al pensamiento).
Este miedo, en esencia, no difiere del miedo a la igualdad social y a la democracia que expresaron los románticos alemanes y franceses. Pero Mill sí apuesta por las bondades de la democracia y de la igualdad social; sólo que, para él, el nuevo credo debe ser el de la individualidad y la libertad, es decir, el que garantiza la polémica y promueve la diversidad. Puede que Mill se pasara en esto, pero también es cierto que no le importaba oscilar entre el socialismo humanista y el liberalismo democrático, lo cual sin duda dice mucho en su favor.
Lo que no vio Mill fueron los peligros del nuevo credo antiigualitario y antidemocrático, que a tantos intelectuales y zapateros de andar por casa sedujo durante el siglo XX. Todo parecía tener que ver con las masas; poco se decía, sin embargo, de la tradición cultural europea de irracionalismo y de rechazo a la democracia. Ortega es un buen ejemplo de este último error. Obnubilados por el miedo a las masas urbanas, aplaudieron las gracias de los nuevos y enigmáticos sacerdotes.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Energía y renovación

En las páginas finales de su Autobiografía, John Stuart Mill afirma que cuando las mentes filosóficas del mundo no pueden ya creer en la religión, o pueden sólo aceptarla con modificaciones que cambian esencialmente su carácter, comienza un periodo de transición, de convicciones débiles, de intelectos paralizados, y de una creciente laxitud de principios que no puede terminar hasta que, en la misma base de sus creencias, se opera una renovación que lleva a la aparición evolutiva de una nueva fe - religiosa o, simplemente, humana - en la que realmente pueden creer.
Saint-Simon ya había dicho anteriormente que la historia humana se dividía entre periodos orgánicos, de fuerte y sólida convicción en el dogma, y periodos críticos, destructivos y aniquiladores pero de los que surgía la nueva fe. Se presuponía que el momento era crítico; todos los filósofos miraban con expectación y preparaban la llegada de la nueva era, labrando el camino de lo que entonces se entendía que sería una nueva comunión de ciencia y filosofía, de técnica y conocimiento. El secretario de Saint-Simon, el fundador de la sociología Auguste Comte, había perfeccionado esta teoría de la evolución histórica al distinguir los tres estadios del desarrollo humano: el teológico, el metafísico y el positivo, incipiente en su tiempo (el siglo XIX) y caracterizado por el dominio de la ciencia. La utopía comteana, de hecho, anticipaba un mundo dominado por los científicos y los industriales, en el que cada individuo pensaría científicamente por orden del nuevo dios; e incluso se hablaba de una nueva Religión de la Humanidad.
Todas este anticipo del despotismo científico desagradaba profundamente a Mill, un liberal al fin y al cabo. Pero también Mill creía, como demuestra el texto de la Autobiografía que tanto recuerda a Saint-Simon, en la crisis y la renovación de las energías del mundo. Estas palabras, crisis y renovación, junto con la maravillosa energía, son claves que nos permiten entrar en el intrincado universo retórico del siglo XIX, que rechaza con fuerza el racionalismo ilustrado. Influido tanto por Carlyle como por los románticos alemanes, Mill veía en su tiempo una parada en la estación de los mediocres; también él ansiaba la renovación, que sería en su caso de un tipo muy distinto: nada de naciones renacidas ni de héroes antiguos, solamente el brillo de la libertad en la palabra del individuo herético, como pone de relieve Sobre la libertad.
Sin embargo, Mill no estaba especialmente dotado para la adivinanza histórica. Esos elementos religiosos que modifican esencialmente lo religioso como tal y que dan lugar a nuevos dogmas (religiosos o, simplemente, humanos), fueron preparados y anticipados no tanto por los positivistas, herederos de la utopía comteana o similares (¿quién se acuerda hoy de Comte?), sino por los nuevos sacerdotes de lo sagrado, la nación, la raza, los poetas en comunicación con lo divino. Heidegger dijo en su entrevista póstuma a Der Spiegel que sólo un dios puede aún salvarnos. Hannah Arendt cambió al dios por la política de etimología griega, y hoy los nuevos ilustrados se hacen pajas (perdonen) con su místico y onírico "concepto" de la natalidad.
Dijo Mill, al final de ese texto, que cuando las cosas llegan a este estado, todo pensamiento o todo escrito que no tienda a promover tal renovación tiene muy poco valor de permanencia. Los pensadores y los escritos han de ser enérgicos. Sin duda, él mismo se esforzó por mejorar el mundo en la medida de sus posibilidades, sin hacer de la renovación la fuente misma de su preocupación metafísica; más bien considerando las posibles reformas y las novedades políticas que cabría defender o atacar. Poco tiene que ver Mill con los apóstoles del nuevo dogma, y sin embargo les defendió más de lo que su sentido común, tan justo y moderado en tantas ocasiones, debió aventurar. Los escritos y las ideas de Mill permanecen; también los otros.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Maricel

Maricel vive con sus padres y sus hermanos en una casa de dos habitaciones en Viñales, pueblo de Pinar del Río que es famoso porque allí se encuentra el Valle de Viñales, el lugar más aproximado que he visto a la imagen del jardín de dios que debieron de tener en mente los que escribieron el Génesis. El valle está rodeado por escarpadas montañas cubiertas de árboles, palmeras y de todos los tipos tropicales, sobre las que se ciernen las nubes negruzcas que amenazan tormenta por la tarde, en verano. Como nunca se me ha dado bien la descripción de paisajes, les enseño una de las fotografías del valle para que se hagan una idea de su belleza, si bien es imposible imaginárselo por completo sin encontrarse allí en medio, pequeño y débil a medida que avanzan los nubarrones.

La casa de Maricel y de sus padres no tiene más puerta que la de entrada, que está siempre abierta. Allí en Viñales, durante el día, nadie cierra las puertas de las casas, y me imagino que será igual en otros pueblos de Cuba. La entrada a las habitaciones (esto lo vi también en otras casas que no podían permitirse puertas) se señala con una cortina, detrás de la cual se halla un dormitorio que comparten seguramente los hermanos, y otro los padres. Allí en Viñales, sin embargo, casi todas las casas tienen puertas: el turismo ha elevado el nivel de vida de la población, y no hay una sola casa que no alquile habitaciones a extranjeros. En Viñales hay dos hoteles, si no recuerdo mal, pero hay tantos turistas (españoles barbudos cargados con mochilas enormes, jóvenes con trenzas, americanos encantados de visitar el país prohibido), que además prefieren gastar poco y vivir la experiencia cubana al máximo, que todo el mundo vive del alquiler de su casa. La casa de Maricel y de sus padres, sin embargo, no vive de eso, y se nota. Allí se dice que no han querido prosperar (porque estaba en sus manos hacerlo, ya que se trata de Viñales, y Viñales es la crème de la crème). La madre de Maricel trabaja para el ministerio de Sanidad, y el padre en la construcción, como tantos otros hombres cubanos que ponen piedra sobre piedra y construyen así las casas que luego alojarán a los encantados turistas.

Debido a la superpoblación familiar en la casa, Maricel se ha construido solita una habitación de madera en la parte de atrás. Cómo lo ha conseguido, no lo sé, pero lo ha hecho: unas cuantas maderas pilladas de no sé dónde, un catre fino, una mínima ducha; esa es su nueva casa; todos saben que así ha mejorado mucho.

Maricel trabaja con personas mayores. Se va a un puesto que hay en plena calle y ayuda a los abuelos a ejercitarse para que no pierdan comba; luego ellos la pagan, y así se gana la vida. Maricel, rubia platino, apenas un metro cincuenta, veintisiete años, era antes profesora de ajedrez; pero la echaron al descubrir que, en vez de novio, tenía novias. Desde entonces trabaja con los abuelos. También Maricel está a la espera de salir. Tiene un amigo español que le prometió hacerle un contrato de trabajo con el que la dejarían salir de Cuba y entrar en España (porque los cubanos, a pesar de su situación privilegiada en Estados Unidos, son los únicos emigrantes que tienen que luchar más para salir que para entrar). Pero, al parecer, no le ha salido, como casi nunca sale.

Allí en Viñales y en Consolación y en Pinar (la ciudad) todo el mundo que habla cuenta que fulano se fue en una balsa, fulana espera la liberación, mengana tiene un amigo que... Pero nadie tiene la más mínima idea de cómo será la vida cuando por fin se alejen de la isla.

Desde Viñales se ven las montañas al fondo.

martes, 11 de septiembre de 2007

Consuelo en Consolación

Consolación es un pueblo pequeño del interior de Pinar del Río. Hay cuatro casas, como quien dice, y un río de agua turbia en el que los jovencitos van a bañarse; algunos quieren tirarse al agua desde las ramas de los árboles que rodean el río o, peor aún, desde el puente; una actividad peligrosa. Allí nos dirigimos Lázaro, Eris y yo con algunos adolescentes (la hija de Lázaro y sus amigos) que querían bañarse, tirarse desde los árboles y desde el puente. Esto último se lo prohibimos, claro está (éramos los adultos responsables) y, mientras ellos chapoteaban en el agua sucia, nosotros nos dedicamos a soltar guarradas bebiendo una cerveza Bucanero que pasaba de mano en mano. Estábamos arriba, en el coche: un coche azul de los años cincuenta, sin puertas, con un techo de lona, que apenas podía avanzar a veinte por hora y que, el último o penúltimo día, se rompió.
Por las aceras de Consolación hay carteles (los hay por todos los pueblos cubanos, pero yo me fijé aquí) que dicen lo que es la revolución. En el primer cartel dice: Revolución; en el siguiente dice: es solidaridad; en el siguiente dice: es igualdad; y así sigue en una letanía que soy incapaz de recordar más allá del sobresalto. Este es el sustituto de la publicidad, pero es una forma de publicidad mucho más atacante. Allí nadie ha hecho la revolución, pero todo el mundo recita de memoria lo que es la revolución. Esa debe de ser la sutil revolución permanente de la que hablaban los comunistas: Ada Laura, la hija de Lázaro, sentada en el remolque del coche azul sin puertas, recita a gritos - como hablan los adolescentes - la lección, nos invita al conocimiento. También pasamos otros carteles con fotografías de los mártires cubanos: bajo la fotografía está el nombre del mártir, su fecha de nacimiento y la de su muerte, y el país en el que se martirizó luchando por la revolución. Allí un mártir es un soldado revolucionario, pero nadie sabe cómo murió San Esteban o su primo.
Una de esas noches, los mayores discutimos sobre la educación en Cuba. Estamos en casa de Lázaro, una buena casa si quitas el techo bajo que concentra el calor de manera asfixiante y horrible. Durante la tarde todos nos refugiamos en el salón, enchufados a un ventilador. Miguel y yo, los empollones, decimos que estudiar no es tan importante. Miguel insiste en que es mejor huir, salir de Cuba a la primera oportunidad y como sea; y que, mientras se espera la huida, es mejor emborracharse y salir de fiesta antes que perder el tiempo en nada. Maikel y Eris defienden, en cambio, que emborrachándose no consiguieron nada y que es mejor estudiar antes de irse, porque el estudio luego te servirá de algo en el país de acogida (cualquiera sirve para un cubano; no hay preferencias). Pero Miguel se va y en Estados Unidos no podrá ser médico. Hará lo que sea y no le importa. Lázaro insiste en que estudiar es importante, mirando de soslayo a su hija; pero también en que no sirve de nada en un país en el que un médico o un maestro no tienen nada que hacer. Aunque él hubiese preferido estudiar computación, así lo dice, porque eso te abre las puertas y Lázaro no mira un ordenador ni de lejos. Yo defiendo ambas posturas en realidad; pero allí todos están muy acalorados discutiendo, casi ofendidos, porque Miguel siente que ha perdido años en nada y Eris y Maikel sienten que han perdido los mismos años en nada (sólo que sin estudiar lo suficiente) y, así, lo único que se impone es la idea de que en Cuba no hay nada que hacer más que perder el tiempo mientras se espera a un turista que te dé dinero por alquilarte la habitación o el coche o mientras se espera la oportunidad de salir tan ansiada.
Lo que queda es una buena discusión, una de las mejores que he tenido. En Cuba sí hay cosas que hacer porque se habla mucho cuando llega el momento, pero sin decirlo todo, por si acaso. Cuando nos vamos de Consolación, el chofer va vigilando todos los puestos de policía; me pide que me quite las gafas de sol, para no parecer tan turista. Dice que allí no te dejan hacer nada, pero todo el mundo hace algo. El coche de Lázaro, sin puertas y sin nada, todavía anda; lo arregló él mismo.

jueves, 6 de septiembre de 2007

La piscina

Éramos cuatro y nos colamos en la piscina del Hotel Meliá Cohiba, que en rigor era mi hotel, porque era el hotel que le había dado a la funcionaria en la aduana y el que venía escrito en mi visado. Hubo que pagarle cinco dólares (o pesos convertibles) al tipo que vigilaba la piscina, para que nos dejara estar y para que tuviéramos toallas.
Poco importa que yo no me alojara en realidad en el Meliá Cohiba y que nunca tuviera planeado hacerlo allí. Así se hacen las cosas en Cuba. Llegas y empiezas a soltarle trolas a los representantes de la Administración desde el primer momento; sobre todo si quieres ser como los cubanos, porque al turista le cuesta más mentir, o al menos a mí me costaba. Soy un ser acostumbrado a decirle la verdad a los funcionarios. Nunca he robado un calcetín ni le he dicho una mentira a un representante de la autoridad (a los demás, sí, sobra decirlo). Pero en Cuba me habían aconsejado que mintiera desde antes de plantar el pie en terrirorio cubano, desde el consulado, y así lo hice: le dije a la funcionaria que me alojaría en el Meliá Cohiba, y no tenía intenciones de hacerlo.
Resultó que el Meliá Cohiba era de cinco estrellas y que estaba enfrente de donde yo realmente me alojaba, en una casa particular. Así que me dispuse a vivir the Cuban way of life y me dirigí con mis amigos cubanos - Eris, Maikel, Miguel - hacia la piscina en una tórrida tarde de julio. Porque no hay piscinas públicas en La Habana, ni en ningún otro sitio, y desplazarse a la playa de Guanabo nos hubiese costado quince dólares (o pesos convertibles) que yo sí estaba dispuesta a pagar, en mi vertiente capitalista turista, pero los demás no. Entramos en el Meliá, mi hotel, y me dijeron que yo fuera delante para dar el pego. Subimos por unas escaleras mecánicas. Un vigilante nos miró de arriba abajo, pero yo iba toda blanca y reluciente con mi toalla capitalista y mi pinta de extravagante joven europea que se ha perdido por el hotel, y nos dejaron pasar; no sin un leve titubeo. Sentí mentirle al vigilante, aunque en el fondo estaba violando las propias reglas del capitalismo al expoliar la piscina de los verdaderos turistas adinerados y, por lo tanto, de alguna manera servía al régimen cubano, lo cual tampoco me agradaba en absoluto, ya que no creo en cualquier forma de autoridad, sino solamente en la legítima (y, por ello, democrática). Pero da igual, porque en último término el Meliá le rinde beneficios al Estado, con lo que mi acto de rebeldía estaba justificado también en este sentido: así que me bañé con mis amigos placenteramente, y decidí dejar de darle vueltas a esa violación de la legalidad.
Toda la tarde la pasamos en la piscina. Los cubanos, sin duda, la disfrutaron más que yo, que pasé de estar preocupada por el vigilante a preocuparme por una tormenta que se acercaba. Porque en Cuba las tormentas llegan sin decirte nada, como los policías.
Miguel es médico. Cobra apenas quinientos pesos cubanos al mes, que en dólares (o pesos convertibles) se quedan en veinte o treinta. Los cubanos reciben su salario en pesos cubanos pero han de comprar la mayor parte de las cosas en dólares. Por eso no fuimos a Guanabo. Miguel se va en unos meses a Miami, y además legalmente. Es un tío serio. Me avisó de que debía hacer deporte para que no me salieran varices, aunque tiene la extraña idea de que el pelo es un resto atávico del ser humano, y se depila. También piensa que estudiar, en Cuba, es una pérdida de tiempo; que todo el mundo debería marcharse cuanto antes; que es mejor emborracharse e irse de fiesta que perder el tiempo intentando estudiar (en Cuba); y en Miami ganará dólares conduciendo un camión, o quién sabe. Pero este último debate corresponde a otro día que pasamos juntos, esta vez en Consolación (Pinar del Río). Lo contaré en otro momento.

martes, 4 de septiembre de 2007

Relato de una sola rosa

En realidad, no hay una Rosa Díez sino dos. Tal es la frase clave con la que nuestro diario preferido (y ni siquiera lo digo con ironía) cuenta la historia (EL PAÍS, 31/08), relevante para la actualidad, de la socialista Rosa Díez, que se va del PSOE para formar un nuevo partido de futuro incierto.
El artículo, en efecto, ventila la decisión política de Díez con una tosca fórmula que se ha convertido en habitual para EL PAÍS: todo es producto de la esquizofrenia de Rosa, de la psicopatía de Rosa que la divide, biográficamente, en la Rosa buena y la Rosa mala. La Rosa buena quedó en el pasado, pero muy en el pasado. Esa Rosa, oh, se enfrentó a las tesis radicales y embrutecidas de un socialista de Cromagnon, cuya sola mención en estos tiempos zapateriles provoca más miedo que el nombre de Álvarez Cascos: Ricardo García Damborenea. En aquellos tiempos de oscuridad, Rosa se alineó con Nicolás Redondo Terreros (de cuya caída EL PAÍS renuncia a hablar, astutamente, no vaya a ser que empecemos a enmarañarnos con los intereses socialistas) con la intención de tener una posición (un talante, se entiende) más "abierto". Ah, pero ya entonces se fraguaba la caída de Rosa, no la provocada (que es la de Redondo Terreros) sino la íntima, la del corazón, la del pecado. La Rosa mala apareció cuando le disputó el liderazgo de los socialistas vascos a Redondo Terreros, quedando a merced de unos instintos egoístas, ambiciosos, fameriles que repugnarían a todo buen socialista. La Rosa mala es un ser que ha continuado desde entonces en una sola dirección de todo punto lógica (siguiendo la lógica de la caída): terquedad y ceguera política, que le llevaron a arriesgarse por la secretaría general del partido que ganó, in extremis, Zapatero; críticas infames contra su propio partido, arrojadas sólo en los medios de comunicación (sin duda, un grave delito); posicionamiento con el PP (¡traición, traición!); hasta el final abandono del partido y el amor pecaminoso por los focos y por un filósofo feo.
EL PAÍS ha perdido la oportunidad de trazar un perfil adecuado de ese personaje político típicamente español que es Rosa Díez. Cierto es que esa Rosa demostró terquedad y aun estupidez política al tratar de conquistar la secretaría general, lo que vino a demostrar, para los que todavía pudiesen dudarlo, que Díez era una figura de segundo nivel en la política socialista. Pero el autor de este grosero desdibujamiento no pretende demostrar la solidez (y la debilidad) de la política Díez. Solamente quiere que sepamos que es normal que los buenos socialistas del mundo odien y desprecien a Díez. Porque Rosa es mala, mala, mala. Tan mala que ahora sus posiciones en política antiterrorista son muy similares a las que combatió en su día a su antiguo enemigo, García Damborenea. El camino del mal. Dios los cría y ellos se juntan.
El PAíS continúa en la línea de escribir retratos manifiestamente desdibujados de figuras y temas de actualidad. Pero esto lo hacen todos los periódicos. Lo increíble es que su prosa se haya vuelto tan blanda.
(Las cursivas son citas del artículo).