jueves, 16 de agosto de 2007

Pereza estival

Llevo ya varios días en España, pero en la mudez más absoluta. No se me ocurre qué escribir, no leo o leo muy poco, y me paso el día en una especie de somnolencia constante. Lo normal en verano, vaya.

Cuba me gustó mucho. Así dicho, suena igual que decir que Marte me gustó mucho; y en el fondo, para mí fue como visitar otro planeta. No soy organizada para los viajes; nunca planeo lo que voy a hacer, más que en cuatro trazos, y suelo pasarlo mejor cuando aderezo los momentos divertidos con alguna escena de nervios o de sufrimiento (nunca demasiado intenso). Desde que aterricé (al final descargada de Lukácks, pero con Polanyi; avancé unas diez páginas en todo el viaje) sentí miedo de los policías y de las autoridades cubanas. Ya en el aeropuerto me pasé una hora para atravesar la aduana y el control policial; la polícia de inmigración me miró duramente a la cara y me pidió que levantara los ojos, como para comprobar que en la postura también me parecía a la chica del pasaporte. Y así fue, efectivamente: me dejaron pasar con un escueto "bienvenida".


No hay mucho en Cuba que me recordase al estereotipo cubano: en general la gente me pareció tímida y recelosa, al menos hasta el momento en que atravesabas la línea de separación entre el cubano y el turista. Ni se me abalanzaban ofreciendo sexo y diversión, ni pidiendo dinero. Como iba todo el rato con cubanos, los demás siempre eran respetuosos (aunque es cierto que los hombres te repasan por la calle, lo cual es, en ciertos aspectos, un alegre contrapunto a la insípida sensualidad madrileña). Tuve que hacerme pasar por cubana en varias ocasiones, e incluso disfruté del inevitable encontronazo con un policía de tráfico que vigilaba a los cubanos acompañados de turistas. Pasé nervios, angustia, e incluso sentí el irritante sabor de la aventura tropical: el policía amenazaba a mis amigos cubanos y les "pasaba por la planta" (comprobaba sus antecedentes), el tabaco comprado a contrabandistas se escondía en la maleta, un coche se salió de la carretera en medio de una tormenta tropical, otra tormenta tropical quiso arruinarnos el día playero en uno de los cayos.


De Cuba me he quedado con retazos. Los hombres están morenos y van con la panza al aire, descamisados. Las mujeres están morenas y van apretadas en la ropa. Todo el mundo está divorciado y vuelto a arrejuntar. Las mujeres sacan adelante las casas para turistas. Los hombres trabajan en lo que pueden y beben ron por las tardes, a veces demasiado. Todo el mundo se las arregla con las más diversas actividades ilegales. El Bolongo, un chico de Viñales de cabeza rapada atravesada por una cicatriz, conduce un coche que se cae a trozos, sin tapicería, y que se queda parado cada 15 metros; pero el coche se alquila (ilegalmente) a cubanos y a turistas que se hacen pasar por cubanos (yo, en este caso) para dar un paseo por el pueblo. Otro chofer, con un coche verde manzana sobre el que había dibujados dos rayos, nos traslada de Viñales a Consolación, otro pueblo de Pinar del Río, en una carretera acechada por bastantes policías dispuestos a joderle la alimentación al hombre del coche verde o a cualquier otro que traslade gente de un sitio a otro. La gente "hace botella" en las calles. Los camiones son autobuses cargados de gente. Desde La Habana hasta Viñales, de camión en camión.


En aquel coche verde con rayos, sonaba el raeggeton a todo volumen. De repente, sin mediar cambio de disco, los acordes de Hotel California, de The Eagles.


Y sí, he vuelto morena.